En su primer fin de semana de permiso tras cinco años en prisión, un hombre es testigo de un atraco y, necesitado de dinero, decide apoderarse del botín.
El compositor aplica una sólida partitura de género que desarrolla en tres etapas: en una primera, músicas ambientales electrónicas generan un entorno árido, tóxico, denso y opresivo, que ubican a personajes -y espectadores- en un contexto de apariencia marginal, casi deshumanizado. Son músicas yermas, incómodas, que sirven para fomentar una impresión derrotista, pesimista, moderadamente apocalíptica.
En la segunda etapa entran los temas de acción, que se combinan y fusionan con los anteriores. Son dinámicos y percusivos y ayudan a darle colorido a las escenas en las que se aplican, pero en determinados momentos también contribuyen a remarcar la torpeza del personaje principal de un modo sutilmente bufonesco, casi como una comedia sobre las peripecias de un torpe desafortunado.
La tercera etapa -nuevamente incorporando las anteriores- es la más interesante, pues entra a participar el tema principal, el tema que aparentemente es de amor entre el protagonista y la mujer que le ayuda pero que en realidad es una música que viene de él, y que expone su fragilidad allá donde quiere aparentar rudeza. Es una melodía bella, con guitarra y cello, que resalta con ternura el anhelo de liberación y por el contraste con las músicas hostiles, implica también a los espectadores. Es el único tema que evoluciona, avanza y se va abriendo hasta llegar a la bella resolución final.
El discurso musical marcado de principio (el agobio) a fin (la liberación) se ve entorpecido por un deficiente montaje sonoro y musical: músicas que debiendo ser claramente escuchadas solo son oidas, y viceversa, y exceso de parcheo donde hubiese sido más eficiente la continuidad. Pero con sus defectos, esta es una opera prima del director y compositor que mantiene muy hábilmente un equilibrio entre lo serio, lo humorístico y un dramatismo peripatético.