Hay compositores cuyas obras se esperan con expectación, como sucede con directores de cine, con escritores o con cantantes. Por admiración, por interés, por confianza... para mí Harry Gregson-Williams es uno de ellos: es el creador de dos magias en Narnia, de las cuatro aventuras de Shrek, tiene dos de nuestros Premios MundoBSO: Monkey Kingdom (15) y The Last Duel (21), de la que hicimos un vídeo explicativo, así como otras ocho candidaturas. Por supuesto tiene obras menos interesantes, pero es un compositor de primer nivel y por ello da tanta pena que se vea abocado -y con seguridad forzado- a hacer músicas tan lamentables como las recientes Meg 2: The Trench (23), que pese a todo tiene detalles salvables, o Retribution (23), que es toda ella infumable.
Durante la década de los noventa del siglo pasado, la carrera de Jerry Goldsmith estuvo cargada de filmes malísimos, como penosos son la mayor parte de ellos en las filmografías de Basil Poledouris, de John Scott, de Joel McNeely o de tantos otros. Sin embargo, incluso en las peores películas estos compositores podían hacer sus mejores músicas. Ahora, sin embargo, parece que la buena música es un problema incluso en las peores películas. No creo estar exagerando: imagine quien lea este editorial que Retribution (con su argumento ya se puede hacer una idea del filme) tiene música de Goldsmith. Simplemente con imaginarlo ya dan ganas de verlo; escuchando la banda sonora de Gregson-Williams ninguna.
Es Gregson-Williams, es un gran compositor. Tiene talento, clase, elegancia, tiene arte. Pero tiene que pagar luz, agua, teléfono y manutención. Y esta es la realidad a la que se enfrentan algunos de los mejores compositores en una industria de producción masiva de productos comerciales para la que el arte, simplemente, no suena a negocio. Tristeza infinita.