El experto en simbología Robert Langdon es reclamado por el Vaticano para investigar el resurgimiento de una antigua hermandad secreta conocida como Illuminati, y descubre el peligro mortal al que se enfrenta la organización más odiada por las sociedades secretas: la Iglesia Católica.
Frente a la mayor sutileza que había mostrado en The Da Vinci Code (06), Hans Zimmer se muestra aquí valiente, pero excesivo. Es valiente porque esta creación se aleja de las convenciones habituales en la música de género, y aporta un cariz más anárquico, salvaje, moderno y a la par clásico. Pero Zimmer cae en su propia trampa o, lo que sería peor, acaba en una mera autocomplacencia: su música acaba por ser puramente endogámica, cíclica, reiterada y reiterativa, llegando a niveles de pura saturación, por su enorme exageración.
El inicio es muy prometedor: un gran tema principal, poderoso, gigantesco, con coros y un tono cuidadamente apocalíptico, que obviamente se aplica para dotar de ímpetu y fuerza a lo más oscuro y siniestro. Este gran tema cuenta con el apoyo de otros secundarios, conformando conjuntamente una suerte de ejército de la maldad frente al que poco puede hacer la afligida y débil música dramática, no especialmente elaborada pero sí dotada de personalidad (en un tema que evoca, en cierta manera, a James Newton Howard).
Este doble nivel dramático es, sin duda, lo más acertado de la creación. El problema es que, en su voluntad de resultar impresionante, buena parte de su trabajo acaba siendo un mero ejercicio de fuegos de artificio.